martes, 31 de enero de 2012

"Sobre la soledad, el encierro, la fragilidad y otros males" (Ensayo 1º "Liderazgo Ético en las Organizaciones")



Si nos preguntamos a nosotros mismos “¿a qué tenemos miedo?”, muchos diremos al dolor, otros dirán que la muerte, todos diremos que a Hacienda, y sobretodo, a la soledad. Y es que es lógico temer al dolor, irremediablemente obligatorio temer la muerte, monetariamente comprensible temer a Hacienda y socialmente triste temer la soledad. Casi como una terrible y confusa enfermedad, la “soledad” se ha ido conformando como un mal que debemos evitar, una realidad vacía que soportar, y una opción que muchos no acaban de comprender. Y es que no somos capaces de ponernos en la mente de aquél que quiere vivir solo, que no quiere verse rodeado por nada ni por nadie. Individuo, soledad, y elección voluntaria, son tres términos que no se acaban de comprender sin caer en el error de tachar al sujeto de ser asocial o incívico. Sabemos que con la filosofía clásica quedó por escrito que el hombre es un ser social, que se enriquece a sí mismo en presencia de otros hombres, que construye, que crea y que dota su vida de más metas y sentidos compartiendo su unidad con el resto de la sociedad. Pero, histórica y empíricamente, también sabemos que las personas, las circunstancias, la ignorancia o las ideologías pueden revolucionar ese concepto de “sociedad justa y buena” (aquella en la que no debemos temer adentrarnos), para deformarlo en una sociedad envilecida, problemática, egoísta y moralmente esterilizada. La soledad es un arma de doble filo, como todo en la vida, “in medium virtus”. Ni la soledad más deshumanizada, ni la presencia social más despersonalizada, ni abstraerse ataráxicamente del mundo, ni sumarse ciegamente a una sociedad conformista y deteriorada. Personalidad, conocimiento de lo que se necesita, tiempo del que disponer, y razonamientos que nos ayuden a solventar nuestros problemas: las variables de la ecuación de una soledad bien empleada. Recogerse, conocerse, abstraerse, evadirse, o, simplemente, leer, estudiar, cine, ópera, fotografía. No es cierto que en sociedad se pueda hacer todo, hay cosas que determinan nuestra interioridad y enriquecimiento cultural que solo se pueden hacer lejos del ruido de voces que no ayudan a formarnos, o que, a base de gritos y berridos, nos perjudican gravemente. La soledad no siempre es buena, no siempre es mala, pero la sociedad tampoco, no siempre es mala, y no siempre es buena. Vivir en sociedad y trabajar en su riqueza colectiva es crear valor cultural y moral, además del económico. Vivir en una soledad parcial y dosificada es trabajar en la riqueza interior, es implantar conocimiento y control dentro de nosotros, es crecernos espiritualmente y poner en orden nuestros pensamientos.


Lógicamente, vivir en sociedad es necesario desde un punto de vista fisiológico, educacional, sentimental y utilitario. No obstante, una vez saciadas las necesidades de aprendizaje y de supervivencia, tenemos la capacidad analítica y crítica de centrarnos en lo que nos rodea, cosas buenas, y cosas no tan buenas. Cosas que te hacen tener bien alta la cabeza, y cosas que te obligan sumisamente a mantenerla gacha y querer estar solo, por olvido, redención o desconcierto. ¿Querer estar en sociedad? una clara realidad, ¿querer estar solo? una puntual necesidad. En resumen, la soledad es temida en su extremo más radical, esa soledad irreversible que nos llega de rebote, que supone la pérdida y no la elección, y que cambia nuestra vida y desdibuja nuestro día a día. Ese temor es comprensible, es el temor de aquel que tiene algo (vida familiar, amistad, reconocimiento) y, sencillamente, no lo quiere perder (soledad, dolor, desprestigio, tedio).


Es normal comparar la soledad con el vacío, y el transcurso de ese vacío vital cotidiano con el dolor anestesiado de no tener algo que lo llene. Pero la verdad es que es en casos extremos donde valoramos positivamente la soledad, en esos casos que hacen zozobrar nuestra vida y nuestros planes. Tras una pérdida dolorosa, ansiedad o angustia, estar solo deja de ser un infantil tabú social y pasa a ser una necesidad. Incomprensión, infelicidad, intolerancia a los demás, ¿intolerancia a los propios amigos?, quizás. Y es que la soledad puede derivar en un encierro, en una larga y dolorosa reclusión en uno mismo, en mantener una actitud quasi-catatónica que, realmente, deja de suponer abstracción y reencuentro interior, para pasar a ser la cara verdaderamente nociva de la soledad.


La soledad en sí misma es, buena, necesaria, sin embargo, el encierro y la depresión es la terminación malsana y traumática de ese desapego social por los demás y por la parte de uno mismo que respecta al trato con familiares o amigos. Estar solo en algún momento es “parada obligatoria” a la hora de encarar algún problema o superar alguna pérdida. Pero esta cruenta y desalmada soledad guardará justificación mientras sirva para poner en orden los pensamientos y, poco a poco, ir dándose a conocer a amigos o seres queridos. Caer en depresión, hacer de ese estado (soledad) necesario, e incluso recomendable, algo permanente, demuestra su mal uso: la erradicación de lo socialmente bueno en lo interiormente marchito. “Soledad”, “depresión”, “fragilidad”, son “algo humano”, “algo doloroso/superable” y “algo irremediablemente malo”. En conclusión, la soledad mala es aquella que genera un fuerte cambio en la conducta social y temperamental del individuo, que se excede en el tiempo y crea un encierro en sí mismo y, además, atenaza a aquellas personas frágiles o levemente sensibles, abriéndoles la puerta de pensamientos y sentimientos, que o bien les pueden estimular, o bien torturar.


La persona tímida o ensimismada, el concepto romántico de “lobo solitario” o el marginado burtoniano, se han visto dilapidados por la opinión pública, sobretodo en los jóvenes o ambientes colegiales y universitarios, donde aún no se comprende la soledad escogida, escoger ser “diferente” o simplemente no encontrar atracción por lo que le atrae a la mayoría. Algo tan sencillo como “hoy no quiero salir de fiesta, quiero leer un libro” supone, para muchos, el grito de guerra de un sujeto completamente “freak”, asocial y penosamente patético. Este planteamiento, aderezado con la triste creencia de que estos años universitarios se deben (des-)aprovechar en forma de ingentes cantidades de alcohol y absurdas fiestas, acaba de martirizar a aquellos que escogen la soledad como forma de potenciar sus conocimientos, su sensibilidad artística o su crecimiento personal (soledad empleada constructivamente).


Es imprescindible resaltar el contraste entre una soledad buena, y que no admite reproches sociales, de aquella soledad nociva que, sigue sin admitir reproche social, sino que precisa la ayuda de aquellas personas capaces de paliar el sufrimiento de la persona que la sufre. Una soledad bien empleada es una parte importante del día a día, mientras que la soledad involuntaria o trágicamente extendida supone el tedio y la intolerancia hacia una vida que no avanza, que se mantiene en la [aparentemente] irremediable soledad del ser.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

absolutamente de acuerdo

Anónimo dijo...

Llevar el anillo de poder conlleva a estar solo.

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